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Las horas vanas

  • Danny W. Díaz Klatt
  • 23 jul 2015
  • 1 Min. de lectura

A mi amada

El día que transcurría afuera de aquella ventana abierta era frío y más oscuro de lo habitual en esa época del año. La habitación, dentro, parecía demasiado grande ahora que ya no había movimiento en ella. Solo, abrazado a recuerdos cuyos ecos aun permanecían suspendidos en los rincones de la estancia, se hallaba Silvano, sentado a la circular mesa sobre la que reposaba un vaso de agua a medio llenar y una jarra de vidrio con demasiada agua para un solo bebedor.


La verdad era que Silvano había estado toda la mañana en la misma posición, con el vaso medio lleno en la mano izquierda, apoyada totalmente sobre la mesa, y la mirada perdida en dirección a la ventana. Ya la tarde había caído y el sol no había logrado pasar la gruesa capa de nubes que se habían detenido sobre la casa de Silvano. La jarra seguiría demasiada llena para una sola persona, pues ni siquiera el vaso era perturbado para poder determinar si ya había pasado a la condición de medio vacío.

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