La fábula justa - Parte II: Humanidad y Justicia
- Danny W. Díaz Klatt
- 5 ago 2015
- 3 Min. de lectura

Justicia no vio, por supuesto, lo que Talión había hecho. Ella había quedado ciega el día anterior, sin embargo, la pérdida de la vista había dado lugar a una nueva capacidad que surgía de lo más profundo de su esencia sobrehumana. Justicia había logrado sentir el dolor que Talión había ocasionado a aquel muchacho en el preciso instante que lo hirió. Si bien la naturaleza había anestesiado el dolor en su propio cuerpo, durante el accidente, ese nuevo don había permitido que ella viviera, en carne propia, no solo el sufrimiento físico del muchacho, sino también su miedo, su ansiedad previa y la soledad que se arraigó en su corazón después, la cual fue creciendo y cubriéndolo todo, como aquella noche, que había sido silencioso testigo de lo acontecido. Sí, una soledad que iría anidándose en su interior, tal como la oscuridad se había anidado perpetuamente en sus, ahora, vacías cuencas.
En ese mismo instante, mientras la sangre de aquel niño chorreaba, desde una temblorosa mejilla, hasta la arena humedecida por la fría neblina nocturna, algo se rompía salvajemente dentro de Justicia: su esencia se había dividido en lo más profundo de ella, lo que había generado un primer notable cambio en su exterior.
A la mañana siguiente, en la Plaza Central de Humanidad, donde el muchacho había derramado sangre por Justicia, todavía se encontraban los padres del niño. Mientras éste se debatía entre la vida y la muerte, en uno de los salones de la Academia, su madre lloraba desconsolada sobre las rocas ensangrentadas del mosaico que formaba el suelo de la plaza, mientras su padre permanecía ahí de pie, al lado de su mujer, con la mirada perdida, completamente ido.
Con las primeras luces del día también habían aparecido los primeros curiosos, que no tardaron en formar varios grupos alrededor del lugar. Pero no fue hasta cuando el sol ya había asomado por completo por sobre las estribaciones del este, y la plaza estaba casi llena en torno a los desconsolados padres, que la multitud de la zona aledaña a los corrales comenzó a abrir paso a una hermosa joven que había irrumpido en la plaza de pronto.
Su caminar seguro, y su porte lleno de autoridad, hacía que los que estaban frente a ella retrocedieran y se apretujaran unos contra otros para darle paso; y si su porte no los convencía de moverse, lo hacía la espada de doble filo que llevaba en una de las manos. Sus oscuros cabellos caían grácilmente sobre sus hombros y se derramaban en erráticos rizos hacia su espalda; la piel que se lucía debajo de la blanca túnica, ceñida a la cintura con una cuerda, también blanca, era pálida y suave; su boca, de labios encarnados, parecía leve por el gesto serio que llevaba. Nadie la habría reconocido, de no ser por la larga venda que llevaba sobre los ojos.
Su andar firme, aunque lento, la llevó hasta el centro de la plaza, frente a los padres del muchacho.
- ¿Qué hacéis acá, que no os encontráis al lado de vuestro hijo? – dijo bajando el rostro hacia la mujer, como si tras el lienzo áspero pudiera verla – Deberéis guardar fuerzas para dar sepultura al niño, pues, en este instante, está muriendo.
Tras decir esto siguió su camino y el gentío siguió dándole paso hasta que salió de la plaza, y luego del pueblo, y luego de la comarca, hasta perderse entre los viejos árboles del bosque del oeste, donde nadie iba nunca. Humanidad no más la volvió a ver, sin embargo todos sabían que ella seguía ahí, en ese bosque. Lo recuerdan cuando gritos desgarradores descienden sobre Humanidad, seguidos de rugidos y estallidos de madera, como si los árboles fueran arrancados de raíz y destrozados con fuerza demoniaca. Nadie la volvió a ver, por supuesto, pero su presencia quedaría eternamente en medio de nosotros. Incluso le atribuyeron a ella y su extraña aura que, al día siguiente, fuera encontrado el Consejero Real, Talión, ahorcado en su habitación.
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